EL RINCÓN BRUJO

Corrimos y nos pegamos como lapas a la puerta trasera del antro, traté de abrirla pero estaba atrancada, saqué mi navaja sueca y la enterré por la hendidura del quicio, tal y como lo había aprendido en el curso “Abriendo puertas y ventanas en un segundo” impartido por la Interpol, maniobré y empujé. Perfecto, se abrió haciendo un ligero rechinido. Entramos y fuimos subiendo uno a uno, lentamente, los peldaños de la escalera, sin hacer ruido. No se veía ni escuchaba nada. Alcanzamos el segundo piso, la oscuridad era total, avanzamos a ciegas por el largo pasillo a cuyos lados se extendían las hileras de cuartos vacíos, que olían a sudor y sexo. Al fondo, distinguimos una tenue línea de luz bajo la misteriosa puerta. Escuché el sonido lejano de un tambor, era el corazón de la madrina, le ordené con ceñudo gesto que lo contuviera. Nos acercamos silenciosamente, estaba sin candado, la abrí con cuidado lentamente, al asomarnos descubrimos que era la entrada a una nueva escalera, no se veía a nadie, subimos los nuevos escalones, hasta llegar al peldaño más alto, desde donde pudimos avistar lo que ocurría en el tercer piso. Había siete figuras con túnicas y capuchas negras, alrededor de un círculo rojo pintado en el piso, en cuyo centro estaba recostada una doncella muy joven, totalmente desnuda, con los ojos cerrados y el rostro apacible, iluminado por las brillantes llamas que despedían cinco altos y gruesos cirios negros. El rostro de la joven me era familiar, agité desconcertado la cabeza, para clarificar mi vista, hasta que me convencí, sí... ¡era la Mona! ¡ella era la virgen! Qué hermosa estaba la condenada. Volví a mirar de nuevo a los encapuchados, buscando entre ellos al objetivo principal, o sea, al brujo. No debía distraerme, todos estaban quietos y en silencio, salvo una figura que se movía solemnemente y que al parecer era quien dirigía el ritual: era el brujo. Levantó los brazos, sosteniendo entre sus manos una brillante copa metálica, mientras emitía una especie de conjuro o rezo, bajó la copa y derramó su contenido, un líquido rojo, que seguramente era sangre, sobre el cuerpo desnudo de la Mona, que se sobresaltó sin abrir los ojos, sin duda estaba drogada. La madrina agarraba el collar de ajos con una mano mientras que con la otra sostenía la escopeta, y yo me aseguré de traer colgado también el artefacto anti-brujería alrededor del cuello. Seguí viendo alucinado la escena, los nervios me estaban traicionando. ¿Se convertiría ahora la Mona en el mismo Lucifer? Salté al ruedo antes de que el miedo me paralizara, seguido por la madrina, que no soltaba el fusil y la ristra de ajos, tras de mí.