PLENILUNIO

Yo veía gente pasar, el paisaje estaba sólo constituido de rodillas cubiertas, unas por pantalones, otras por faldas. Contemplaba más tiempo la acera y los zapatos, algunas botas. Si quería ver las caras tenía que levantar los ojos. No podía caminar y ver al mismo tiempo las caras, así que el mundo delante de mí era como un bosque de piernas. De nuevo tenía hambre, olvidé el pan duro en el bolsillo, fueron los bollos en un una vitrina los que llevaron mis manos a la dura corteza que mis dientes no pudieron romper, a pequeños mordiscos la fui raspando. Infantil, con mi mente en los albores, creí que en todos los zaguanes encontraría pollo. Penetré en uno, allí estaban los maravillosos botes de basura; metí las manos y hurgué en los desperdicios. Hallé patata cocida, la engullí acompañada de su cáscara. Un extraño suéter yacía entre los periódicos; lo cogí, me lo quise poner y, entonces, todo se volvió complicado en extremo. El suéter tenía cuatro mangas, acabé hecho un lío; metí una mano, tiré por otro extremo y acabé con una sisa en la ingle. Saqué el pie otra complicación, tiré para sacarlo al mismo tiempo que metía la otra mano por la cuarta manga. Todo aquello era para mí, lo que un jeroglífico para un adulto. Acabé con una pierna doblada, un brazo cruzado sobre el pecho, la otra mano presionada en la espalda, la cabeza cubierta y los ojos tapados. Sentí temor, salir de ese embrollo me costó un gran esfuerzo, me sentía aprisionado en una trampa imposible de vencer. Perdí el equilibrio, ya que estaba sentado sobre una nalga, rodé al suelo, lo que aumentó mi miedo. Di tumbos como un gato enredado en metros de estambre. Mi cabeza retumbó contra un muro, no lloré, apreté los dientes, mordí el misterioso suéter; tiré con la cabeza. Algo debió pasar, porque salí de esto con un diente menos; el teclado de mi boca tenía ya algunas partes desocupadas. De tanto tirar, jalones por aquí y jalones por allá, me liberé de la red de cuatro mangas. Salí del zaguán con el suéter que me puso mi madre sobre los hombros y la “camisa de fuerza”, dobladas en el antebrazo. La mirada desafiante, quería seguir la pelea con la humanidad que pasaba. La cabeza erguida, caminando como el guerrero que, sin haber ganado la batalla, estaba orgulloso de traer a su enemigo colgado del brazo. La lluvia había cesado, algunas personas miraban al cielo y decían: -Va a seguir lloviendo-. Yo me preguntaba: ¿por qué miran a las nubes grises? y ¿para qué hablan si no pueden quitarlas? ¡Fue entonces cuando aquello se produjo! Había en la esquina muchas piernas que cruzaban la calle. Al lado de ese ir y venir de tantas rodillas, una señora con pelos en todo el cuerpo—después sabría que eso era un abrigo de visón- estaba poniendo a su chucho de lujo un suéter de cuatro mangas. Contemplé toda la maniobra totalmente absorto, tan boquiabierto que alguien tropezó conmigo y me mandó rodando a un charco. Me levanté impregnado de agua y tierra, busqué a la señora peluda, ya no estaba.