Con un fuerte suspiro que parecía ser el último de su vida, seguido por la voz trémula de emoción, José Albino Lucio con una expresión mezcla de calma y horror, le dijo a su nieto. ¡Hijo, he vivido con un secreto por más de ochenta años y a nadie se lo he dicho! Pero… este secreto no me lo puedo llevar a la tumba. Y hoy que estas aquí, es bueno que tú lo sepas. Por los años que tengo, y por todo el tiempo que he vivido… ¡Conozco los pasos de la muerte cuando se aproxima! ¡Son los mismos pasos inaudibles que se esconden entre los sonidos del silencio! ¡Que solo escucha aquel que se va a morir! Esos mismos pasos yo los escuché el Cinco de Mayo de 1862 en el cerro de Acueyametepec en donde se asentaban los fuertes de Loreto y Guadalupe, y lo tengo tan presente como si apenas hubiera sido ayer. Y no te puedes imaginar lo que sentí en el momento en que la vi. De igual forma que el General Ignacio Zaragoza o cualquiera de sus generales pasaba lista y revisaba a cada uno de los soldados que estaban parados en las filas jurando lealtad a la bandera, con igual esmero la muerte nos revisaba a cada uno de los que nos encontrábamos ese día ahí. ¡Ella tenía un aspecto tan extraño….! El anciano levantó su vista hacia el cielo en un intento de recordar mejor, y continuó diciendo. Recuerdo bien… La voz del anciano estaba cargada de emoción. …ese día se veía triste, y caía una espesa lluvia y yo había sido herido de muerte por un soldado invasor. Yo estaba tirado en una trinchera llena de soldados muertos, heridos y despedazados por los disparos de los cañones. Algunos de ellos convulsionaban de dolor entre la sangre y el lodo, creo que de esa pasta estábamos hechos todos. Al no desear mirar lo que sucedía, voltee la cara hacia el otro lado, y ahí era peor, pues cerca de mí, había cadáveres con rictus de dolor, pero aquellos hombres ya descansaban en paz. A lo lejos, vagamente escuchaba los cañones del enemigo rugir y golpear nuestras líneas defensivas. Y cerca con horror, desgarrarse en gritos de dolor a mis compañeros moribundos. Aunque yo también comenzaba a convulsionar todavía estaba consciente de lo que sucedía a mí alrededor. Con mis manos apretaba contra mi pecho un pedazo de la bandera mexicana, ya no tenía los tres colores, pero a mí no me importaba porque con ella trataba de detener la sangre que fluía de mi herida, y con mi deseo, al invasor. Al mismo tiempo que con mi fusil roto me aferraba a la vida, no tenía control sobre mi cuerpo, y eso no me permitía dejar a un lado mis miedos. Aunque hubo un momento que dejé de sentir dolor, sentía mi cuerpo adormecido y temblaba de frio, pues poco a poco, yo me comenzaba a poner helado. Me daba cuenta que… …estaba muriendo y… ¡Yo no quería morir! Había peleado y detenido al invasor y la lucha no terminaba, porque…después, yo resistía. ¡Si! Yo resistía y peleaba contra mi propia desgracia. Y con el último aire que le quedaba en los pulmones al anciano en forma de susurro musitó. ¡Yo peleaba contra la muerte! ¡Tampoco me imaginaba que yo tenía la potestad para detenerla! Poco tiempo después yo lo vine a saber. Y en esa larga agonía, Dios sabía que mi lucha por vivir debió de ser un buen motivo para que yo permaneciera en esta tierra, pues yo no podía morir. Al tener cerca mi fusil, tenía la sensación fuerte que ese pedazo de metal y madera muerta, me iba a salvar y me aferraba a él con gran fuerza. José Albino Lucio, al hablar le daba vida a sus recuerdos. José Albino Nicolás, con inusitado asombro escuchaba hablar a su abuelo, se daba cuenta de lo mucho que había perdido al no haber tenido padre y el no haber crecido al lado de su abuelo. Pese a que aquel joven médico trataba de tranquilizar a su abuelo, el anciano había entrado en un estado de agitación que el médico interpretó como los últimos momentos que ya le quedaban de vida. El médico le dijo a su abuelo. Abuelo, trata de descansar no hables más. En respuesta el anciano le dijo. Por favor, no me pidas que me quede callado y que descanse, pues treinta años he padecido callado… hablando con mi soledad. No me prives de ese placer, pues tengo el tiempo contado, y no puedo dejar pasar mi última oportunidad de hablar pues necesito decirte algo. ¡Con mi mejilla puesta sobre de la tierra húmeda, hecha de una pasta lodosa por la lluvia, mi propia sangre y mis lágrimas…. ¡La vi venir! ¡Estaba cubierta con una capucha y vestía una sotana! Su figura era idéntica a la de un ser humano. A primera vista, a mí me pareció que era la imagen de Dios. Pero no me pudo engañar pues yo sabía quién era, y en que negocios andaba. Parecía que a ella no le importaba si todos los que estábamos heridos ahí, la veíamos o no. A paso lento, caminaba, flotaba o reptaba. Miraba con detenimiento y autoridad para todos lados y no había quien se resistiera al poder de su vista, pues todos los que estábamos ahí, obligados por el peso de aquella mirada bajamos nuestra vista al suelo. ¡Era la Muerte! La vi tan real como ahora te estoy viendo a ti. ¡La vi en su labor! Hincó su rodilla en el piso, junto a un compañero herido de muerte. ¡Y me asuste! Pues estaban muy cerca de mí. Con el mismo afán que un médico revisa a un paciente herido para salvarle la vida, con mejor dedicación vi a La Muerte revisarlo para arrancársela. ¡Me di cuenta en el campo de batalla que la vida y la muerte es la misma! Cuando tú naces empiezas a morir, y cuando mueres empiezas a vivir. De eso no hay duda. De este drama, el médico y la muerte hacen un juego que los apasiona al tener conciencia que cualquiera de los dos en un momento efímero tienen control de la creación divina. Y quizás ambos tengan un doble conocimiento. La Muerte sobre de la vida. El medico sobre de la muerte. Pero el médico se da cuenta que entre más quiere saber de ella, su figura se hace más confusa y se mimetiza entre las brumas del misterio. Porque muchas veces, el médico al tratar de salvarle la vida a un paciente, ve que la muerte aparece en bata blanca, estetoscopio y buenas intenciones, y el médico al ver que está perdiendo la batalla y sumido en un momento alucinante está tentado a pedirle el último consejo a la muerte. Y la muerte no dudara un solo momento y le va a sugerir fríamente al médico que use la eutanasia. El anciano continuó La muerte al revisar a cada uno de los caídos en combate, lo hizo con una dedicación que estaba fuera de este mundo, pues ella tomaba en cuenta los mínimos detalles. ¡Y vi que algunos de los heridos se movían en un intento vano por huir…! …pero ya no tenían a donde ir. ¡Ante aquella presencia imponente, uno se resigna porque sabe que al final, morir es nuestro destino! En cuanto yo la vi cerca de mí… cerré los ojos y me quede quieto. Yo esperaba sentir su zarpazo nuevamente en mi pecho. Pero por alguna razón que desconozco, La Muerte… no me vio, o me ignoró. Lo cierto es que yo nunca me pude explicar en que basa sus decisiones al seleccionar a los caídos. Quiero creer que quizás ella me dejó porque en ese momento un disparo de cañón golpeó cerca de donde yo estaba tirado y el estruendo la distrajo. Al pasar La Muerte cerca de mí, ella tenía la vista fija en un moribundo. Al seguir andando, ella seguía atenta a aquel hombre que se revolcaba en su dolor. En ese instante ella me rozó el rostro con el manto frío de su manto. Al sentir aquel frío anormal, yo sentía que me ahogaba en mi propia sangre. No me pude contener y tosí. Con aquella reacción natural de mi cuerpo.