La cieguita, el profesor equivocado
y el robo de un anillo
—Al paso que vamos las caguamas no alcanzarán para
acompañarte a ver los verdugos del nuevo Poncio Pilatos que
te tocó enfrentar. Por lo que acabas de mencionar, eras culpable
y confeso de un delito que pronto sabremos y que narras como si
fuera una radionovela. Dijo Agustín.
—Culpable si, confeso no, respondió Rolando.
—Ya que lo mencionas, añadió Julio, la narrativa de este morro se
me hace como una radionovela en vivo. Vamos a cambiarle agua al
radiador para seguir escuchándolo.
—Es curioso que mencionen lo de las radionovelas, a partir de la
pérdida de la olla, dejé de escuchar mi radionovela favorita,
“Kaliman” quizás porque no apareció a defenderme cuando
más lo necesite. Jajajajaj se rio Rolando y añadió, siempre he
preferido escuchar los partidos de futbol por la radio que verlos
en vivo. Por la radio, me imagino a los jugadores grandes, veloces,
y muy certeros. Cuando fallan sus disparos, escucho que el balón
pasa cerquititita del marco o que por las grandes voladas de los
arqueros, el balón no entra y termino emocionadísimo.
Parecía que Baco los estaba acompañando, porque cuando estaban
orinando, apareció José Antonio con un paquete de caguamas y un
pequeño canasto que contenía tortillas, carnitas y un frasco de salsa
roja picante.
—Son cuarenta pesos, dijo al dejar todo adentro del cuarto. Me
gustaría, continuó, que me adelantara unos veinte pesitos y me los
descuenta, de lo que me va a dar el lunes temprano.
—De acuerdo, le contestó Julio, recuerda que tienes que estar
temprano, porque si no estás temprano, puedes perder.
—No tengo nada que hacer, así que estaré bien temprano, quien
quita y consiga jale con ustedes contestó, mientras contaba el dinero
que Julio le entregó.
—Todo se puede dar le contestó Julio.
—Al rato regreso por si necesitan algo más. Se me olvidaba
contarles un mitote. Una de las caguamas viene de parte de mi
primo, el federal. Él estuvo echándose unas chelas con su compañero
en la tienda y mi mamá, a ustedes los puso por las nubes.
—No hicimos otra cosa que no fuera contar la verdad, dijo Agustín
mientras miraba a Julio y a Rolando.
Al marcharse José Antonio, Agustín dijo sonriente;
—Con ustedes cualquiera aprende, no esconden lo que saben. Por
favor Rolando, continúa con la historia que tenemos munición para
rato.
—No puedo juzgar, si fue como castigo por haber perdido la olla, o
si fue un acto de buena voluntad de mi abuela, lo cierto es que a los
pocos días, me ofreció de lazarillo con una cieguita que vivía casi
enfrente de la casa. La cieguita vivía en la casa de su hija y ambas
vendían números de lotería en el centro de la capital. Entré al
mundo de las calles y por describírselas a ella, aprendí a verlas en
todo su esplendor. Con ella me recorría, especialmente los sábados,
calles y avenidas de la ciudad pregonando a todo pulmón, ¡Chica,
Nacional y Santa Lucia! Esos eran los nombres de las loterías que
vendíamos. Cuando llegaron las vacaciones escolares, lo hice desde
muy temprano hasta el anochecer, los siete días de la semana. El centro de la ciudad se convirtió en un patio gigante donde conocí
infinidad de negocios y personas. Cada vez que recorría nuevas
calles, me sentía otro Pedro de Alvarado.
Ella tenía un carácter muy dulce, casi nunca se enojaba. Tenía una
forma tierna de jugar conmigo y me enseñaba cosas que nadie se
había tomado el tiempo en hacerlo. Un día me dijo:
—Pon sin hacer el mínimo ruido, una moneda en la mesa y me avisas
cuando ya la hayas puesto.
Al ponerla le avise,
—Ahora dime que la agarre, me dijo.
A lo que yo le contesté,—agarre la moneda que está en la mesa.—
Por todos lados de la mesa pasó sus manos, menos donde estaba la
moneda.
—No seas mentiroso, no has puesto ninguna moneda, me dijo un
poco exaltada.
—Allí está la moneda le contesté.
Volvió hacer exactamente lo mismo y con una voz un poco más
fuerte, me volvió a decir;
—Eres un mentiroso, así no puedo jugar contigo.
Molesto por las acusaciones que me hacía, le contesté enojado,—lo
que pasa es que usted no ve, por eso no la encuentra.—
—Entonces, si sabes que no veo, en lugar de enojarte conmigo
agarra mi mano y llévala donde está la moneda. Me contestó.
Le tomé la mano y se la llevé donde estaba la moneda.—Allí está
le dije.