Tratando de evitar el crecimiento de los problemas, el
presidente Arvizu invitó al capitán Roncalla a una reunión para
escuchar sus puntos de vista, negociar la situación y evitar
enfrentamientos.
Everardo Roncalla asistió a la cita sin ningún ánimo de
reconciliación. Por el contrario; antes de su presentación ante el
señor Presidente, se puso de acuerdo con los principales líderes
opositores para movilizar un contingente de varios cientos de
manifestantes enarbolando pancartas tendenciosas y ofensivas,
entre los cuales se infiltraron, vestidos como civiles, algunos
oficiales y soldados adictos a su causa.
Desde el inicio de la entrevista, a la cual asistían también
los ministros de Gobierno y del Exterior, el capitán mostró una
actitud amable y reconciliadora, pero a las 12:00 hs. en punto,
como respondiendo a una señal preconcebida, después de una
breve mirada a su reloj desenfundó una pistola con la que apuntó
a la cabeza del presidente Arvizu mientras le decía:
¬ Usted y sus esbirros están muy equivocados si piensan
que me van a convencer de algo; esto es un golpe de estado y
dispararé a matar contra el primero que mueva un solo dedo.
¬ Capitán Roncalla, le invito a que deponga su actitud y baje el
arma. No podrá llegar muy lejos con esto, tanto este salón como
el resto del edificio están rodeados de guardias presidenciales.
¬Es usted un iluso que menosprecia mi capacidad, señor
ex-Presidente, si piensa que puede salir bien librado de este golpe
de estado. Tanto entre los manifestantes como entre sus guardias
están infiltrados muchos hombres míos, quienes se encuentran
dispuestos a disparar contra quien sea ante la menor muestra de
rebeldía.
Aún no se había terminado de escuchar el sonido de la última
palabra cuando se oyeron en el pasillo algunos gritos, acompañados
el rumor de lucha y seguidos del ruido de varios disparos.
Haciendo caso omiso de la amenaza del capitán Roncalla y a
sabiendas del riesgo de ser alcanzado por alguna de las balas cuyas
detonaciones se escuchaban a sus espaldas, el presidente Arvizu se lanzó hacia la puerta que comunicaba el salón de sesiones con
el vestíbulo central, solamente para encontrarse frente a un grupo
de hombres, que vestidos como policías militares apuntaban sus
armas hacia él, al mismo tiempo que constataba, mediante una
rápida mirada, que tanto su secretario particular como los tres
guardias que tenían a su cargo el resguardo el recinto presidencial
habían muerto asesinados por los secuaces de Roncalla.
Mientras trataba azorado de registrar en su mente la realidad
de lo que acababa de ver, en el interior del salón se escucharon
dos detonaciones.
Indignado, se dio la vuelta para regresar a la sala de sesiones
a enfrentar a Roncalla, pero éste, con los brazos en jarras y una
gran sonrisa en el rostro estaba obstruyendo la puerta. Después,
haciendo un mohín de burla, dijo mientras extendía hacia el frente
los brazos y miraba la aún humeante pistola que empuñaba en su
mano derecha.
¬ ¡Lo siento, señor ex-Presidente! Trataron de agredirme y
tuve que liquidarlos.
Acto continuo dejó libre la puerta, permitiendo ver el interior
del salón donde se podían observar los cadáveres de los dos
ministros que habían participado en las pláticas con él y con el
presidente Arvizu.
¬ Lo siento mucho¬ repitió el capitán Roncalla¬, pero como
le dije antes, ellos me atacaron y tuve que defenderme.
¬ ¡Es usted un maldito asesino, Capitán! ellos estaban
desarmados¬ gritó el presidente mientras se abalanzaba sobre
él, aunque no pudo alcanzarlo, pues dos de los secuaces del
usurpador le sujetaron fuertemente los brazos por la espalda.
Roncalla se acercó a él y, cuando ya lo tuvo cerca le cruzó
el rostro con sendas bofetadas mientras le increpaba con
desprecio.
¬ ¡Si lo que buscas es que te mate elegiste el camino
equivocado; no les voy a dar a tus partidarios ningún pretexto
para convertirte en un héroe o mártir!¬ y agregó con un tono más
suave pero no por eso menos sarcástico: ¬ Mañana por la tarde comparecerás ante un tribunal de
justicia donde se te procesará por cargos de traición a la Patria,
sedición e incitación a la violencia. Una vez declarado culpable
serás condenado a morir; no ante un pelotón de fusilamiento
como correspondería a un militar o a un defensor de su pueblo,
sino como lo que eres en realidad…”un traidor a la patria”. Serás
colgado por la mañana del siguiente día en la Plaza Mayor de la
Ciudad y tu cadáver arrojado a los cocodrilos que viven en las
marismas.
Después, asumiendo una actitud despótica y soberbia
y haciendo una seña a uno de los oficiales allí presentes, le
ordenó:
¬ Teniente, llévense a este hombre, enciérrenlo en una celda
del cuartel de guardias presidenciales y manténganlo allí, muy
bien custodiado, hasta recibir nuevas instrucciones.
¬ Sí, Señor¬ contestó el teniente cuadrándose ante su
capitán. Acto seguido, volviéndose hacia el presidente Arvizu y
tratando de disimular su creciente nerviosismo le ordenó mientras
le apuntaba a la espalda¬. ¡Vamos… camine!
Una vez en el patio del edificio, se dirigieron hacia una
furgoneta militar estacionada cerca de la salida. Abriendo la
puerta trasera del vehículo, el teniente obligó al presidente a
subir y sentarse en una de las bancas interiores. Habiéndose
acomodado frente a él y cerrado la puerta, corrió el cristal de la
pequeña ventanilla que comunicaba con la cabina del conductor
del vehículo y ordenó:
¬ ¡Sargento Flores!, no quiero correr riesgos, así que coloque
el pasador externo de la puerta para evitar que se pueda abrir
desde adentro y condúzcanos directamente al cuartel de guardias
presidenciales.
¬ Sí, Señor¬ contestó el sargento, quien acto seguido
descendió del vehículo y, tras colocar el candado exterior de la
puerta trasera, volvió a subir a la cabina diciendo en voz alta:
¬ Listo, Teniente.
No acababa de decir esas palabras cuando se percató de que,
mientras él cerraba la puerta trasera, alguien se había introducido
en la cabina y al tiempo que le hacía señas de guardar silencio, lo
desarmaba mientras le apuntaba con una pistola.
Al darse cuenta de que algo raro pasaba, el teniente trató de
asomarse por la ventanilla pero se encontró de pronto con un
arma que apuntaba a su cabeza y una voz que con firmeza le
advertía;
¬ Soy el general J. Jesús Morteno, usted ya me conoce,
teniente; arroje su arma al piso y no intente hacer ningún
movimiento extraño, diríjase al fondo del camión y tírese boca
abajo en el suelo, coloque los brazos en la espalda y voltee la cara
hacia la puerta trasera¬ En seguida, dirigiéndose al presidente
Arvizu le entregó unas esposas diciendo:
¬Por favor señor Presidente, colóquele las esposas a ese
bastardo, recoja su arma y apúntele con ella y si hace algún
movimiento sospechoso no dude en dispararle.
A continuación le ordenó al sargento:
¬ ¡Vamos hacia la Plaza de Oriente, rápido!
Una vez puesto en movimiento el vehículo, tomó un radio
teléfono portátil que colgaba de su cinturón, girando por el mismo
algunas instrucciones¬
¬ Estamos en camino, capitán. Enciendan los motores y estén
listos para despegar en cuanto abordemos.
La furgoneta tomó velocidad y avanzó sorteando a los grupos
de manifestantes, que azorados por los disparos que habían
escuchado en el interior del edificio y sin saber qué ocurría, no se
atrevían a moverse y se hacían torpemente a un lado para dejar
paso al vehículo, que poco a poco los dejó atrás dirigiéndose hacia
la Plaza de Oriente, a donde arribaron pocos minutos después.
En el centro de la plaza se encontraba, con el motor
funcionando, uno de los helicópteros destinados al transporte
de tropas.